Hoy, que festejamos el día del maestro, les propongo a los grandes (familias y maestros) hacer el ejercicio de recordar qué aprendíamos nosotros, los adultos, cuando éramos chicos e íbamos a la escuela. Es decir, recordar a nuestros maestros... pero no a cualquiera de ellos, sino sobre todo a aquellos “maestros de la vida”, a los que nos formaron, a los que nos hicieron más humanos, a los que con sus palabras y actos nos enseñaron a (o intentaron, al menos) ser mejores personas.
Quizás los recuerdos que se nos vengan a la cabeza no tengan que ver con docentes “perfectos”, de esos que están siempre contentos y arman clases interesantes y divertidas. Algunos tuvimos la suerte de tener una o dos maestras de esas que no se olvidan; otros, en cambio, quizás tengan que hacer un esfuerzo mayor por recordar... Pero seguramente todos tenemos, en la niñez o en la adolescencia, fija en nuestra memoria, alguna anécdota que nos hizo mejores, o más alegres, o más felices. Y en esa anécdota, en ese recuerdo, el protagonista era un maestro, uno de estos “Maestros con mayúscula” de los que quiero hablar hoy. ¿Por qué recordamos esos momentos como memorables? Creo que por dos razones: porque aprendimos cosas importantes y porque nos enseñaron de una manera distinta.
Traigamos algunos de esos recuerdos: el reto de la maestra después de la pelea con un compañero, la charla de alivio ante una humillación, un chiste, una sonrisa, una pregunta, un pedido de disculpas... En la escuela, además de números y letras, aprendimos todas estas cosas, y hasta tuvimos la suerte de aprendarlas jugando o experimentando.
En esos momentos aprendimos cosas fundantes que hoy debemos seguir enseñando a nuestros hijos: que la violencia nunca sirve para resolver nada (porque crea más problemas), que es importante tomarse un tiempo para pensar, que está bien decir lo que sentimos y creemos, que todos somos distintos y eso es bueno, y que ningún ser humano es más importante que otro, que la solidaridad es imprescindible...
Hay un proverbio africano que dice: “Para educar a un niño hace falta todo un pueblo”. Por eso estas palabras están dirigidas a todos los adultos aquí presentes, seamos padres, madres o maestros: porque todos somos “maestros de la vida”. Todos somos responsables de la educación de los chicos y de la sociedad que estamos construyendo. Sigamos educando, juntos, a nuestros hijos. Juntos, cada uno desde su lugar, desde su espacio, padres y maestros. Ese es el desafío. No perdamos la oportunidad de enseñar con el ejemplo, de marcar los límites con claridad y con ternura, de decirles a los chicos qué está bien y qué está mal, de ser coherentes y sostener con los actos lo que pensamos y decimos; de luchar por lo que sabemos justo; de mostrarles que, aunque a veces parezca más difícil, siempre es mejor cuando los proyectos son colectivos.
Y, ahora sí, unas palabras especialmente dedicadas a ustedes, quienes eligieron trabajar en educación:
Gracias, maestros, por hacer de la escuela el lugar colectivo más confiable y el que brinda el amparo más profundo. Gracias por trabajar con orgullo en la educación pública. Gracias por creer que la escuela pública no es “la escuela de los pobres” sino, ante todo, aquella que garantiza la igualdad de oportunidades, el lugar donde se cumple el derecho que todos los niños tienen de aprender. Gracias por el compromiso, que hace de los alumnos sujetos responsables y críticos. Gracias por los números y las letras, que hacen que nuestros hijos se conviertan en seres sabios y libres, sin duda más bellos y más buenos que nosotros. Gracias por alimentar en nuestros hijos la alegría del compartir, la esperanza de un mañana mejor y la magia de hacer los sueños realidad.
Galerai, 2008, Esc. 16
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