Las
escenas que traigo hoy aquí se desarrollaron durante las horas de
Lengua en un curso de chicos y chicas que en ese momento tenían unos
15 años y que pasaban casi todo el día en el colegio porque se
trataba de una escuela secundaria con orientación técnica. Los
chicos venían de familias de clase media-baja o baja; la mitad de
ellos vivía en la villa que nacía donde terminaba la escuela y la
otra mitad, del otro lado, en un barrio de casas humildes. Casi el 50
% de los alumnos eran inmigrantes provenientes de países limítrofes.
A
principios de junio (unos tres meses después de iniciado el ciclo
lectivo), propuse en ese curso leer un monólogo muy breve del
dramaturgo Julio Mauricio, llamado “Datos personales”, en el que
la protagonista cuenta sus vivencias a partir del recuerdo de una
entrevista en la que le solicitaban estos datos: nombre, dirección,
estado civil… Para los que no lo conocen o no lo recuerdan,
considero importante destacar cómo está estructurado el texto:
2º: pensamiento o reflexiones de la protagonista
3º: respuesta.
Es
decir, ante una pregunta (-¿Domicilio?-,
por ejemplo), nos encontramos con un extenso párrafo en el que la
protagonista cuenta, como en una conversación cotidiana, cómo es su
casa, por qué vive allí, en qué situación, con quiénes comparte
la vivienda… Y recién después aparece la respuesta (el domicilio
propiamente dicho): breve, concisa y se resume en dos o tres
palabras. Por lo tanto, los lectores somos una suerte de receptores
privilegiados, que conocemos a la protagonista por lo que no
dice en
la entrevista formal, la conocemos por lo que calla. En una primera
lectura del texto, en clase se dijo que no hay nada más impersonal
que un cuestionario hecho sobre la base de los datos personales, que
bien sirven para identificar pero no nos permiten conocer a la
persona.
Más
allá de los objetivos curriculares, cuando lo elegí me interesaba
que el texto oficiara a modo de presentación, y que los alumnos
produjeran, a partir de él, un texto similar, que podía referirse a
un personaje de ficción, inventado o extraído de obras leídas con
anterioridad, o a una persona de carne y hueso.
De
25 chicos, solo uno ficcionalizó el escrito y lo hizo a partir de un
personaje de la televisión. Otro escribió sobre un familiar suyo.
Todos los demás adolescentes produjeron escritos a partir de sus
propios datos personales. Recuerdo particularmente el caso de una
chica, Patricia, que reprodujo con absoluta fidelidad sus datos en
las respuestas, pero en los pensamientos aparecía, a través del uso
magistral de la ironía y de la metáfora, una versión parodiada de
su propia vida, con valerosos caballeros pibes chorros, serviciales
lacayos que bajaban de un patrullero y un yacuzzi en mitad de las
casillas. Lamento no haberme quedado con una copia, porque así dicho
parece bastante trágico pero el texto era en verdad muy muy
gracioso.
Pero
no es ese el escrito al cual hoy quiero referirme en particular. Como
les dije recién, casi todos los jóvenes eligieron contar su
realidad, hicieron aparecer algo que podríamos llamar su propia
vida. Se me ocurre que esos resultados tan “realistas” no
hubieran sido tales si planteaba el ejercicio un primer día de
clases; sin duda esos tres meses de encuentros a través de textos
literarios propiciaron un encuentro más íntimo con la lectura y la
escritura, y de ahí la participación que los alumnos me hicieron de
sus historias.
De
lo que quiero hablarles es del trabajo de un chico al que podemos
empezar llamando David: así figuraba en las listas, así lo llamaban
sus compañeros y así se llamaba a sí mismo. Su texto comenzaba
poniendo en cuestionamiento aquello que casi ningún otro
cuestionaba: el nombre. Cito:
“Me preguntó:
-¿Nombre y apellido?Y yo pensé que mis padres habían elegido un nombre pero después me lo cambiaron cuando hicieron los papeles del documento. Entonces les dijeron que acá Dilvert no era un nombre y que mejor me llamaran David, que era parecido. Yo no tengo ningún compañero que se llame David y Dilvert hay uno pero en otro salón. En mi casa me dicen David porque mis padres dicen que ahora soy David. A veces todavía ellos se confunden y llaman ¡Dilvert! pero yo los entiendo igual… Pero mejor le digo lo que está escrito en el documento, a ver si cree que miento.
Entonces le dije:
- David Hinojosa.”
Cuando,
en la puesta en común de estos trabajos, un compañero le preguntó
cómo quería ser llamado, el alumno dijo que en su casa siempre le
decían David, que cuando le decían Dilvert era porque a sus padres
se les “escapaba”, pero que a él no le molestaba que lo llamaran
así, porque él era un nombre pero también
era el otro y que,
por lo tanto, podía ser nombrado de cualquiera de las dos maneras.
Así fue como, aunque las listas dijeran otra cosa, la mayoría
comenzamos a llamarlo Dilvert, todavía me pregunto si para
acompañarlo en la búsqueda de un nombre propio o para llevarlo a un
cuadro de esquizofrenia agudo…
Más
allá de cualquier especulación, lo cierto es que este joven
comenzó, a través de la lectura, a interrogarse sobre su identidad:
¿cuál
es mi nombre?, ¿qué dice acerca de mí?, ¿por qué me llamo de una
manera y no de otra? quizás
hayan sido algunas de las preguntas que se hizo al momento de
escribir. Pero interrogarse sobre la identidad no es solamente hablar
sobre uno mismo, sino también de aquello que nos rodea y que nos da
sentido: los orígenes, la patria, la familia, la sociedad. De esta
manera, en las palabras de Dilvert resuenan otros interrogantes: ¿qué
dice mi nombre de quienes lo eligieron? ¿qué otras voces hablan a
través de él? ¿quiénes son los que me rebautizaron? ¿qué
relación tengo con ellos? ¿qué dicen con ese nombre impuesto? ¿qué
intentan callar? Sin
duda estas preguntas no están dirigidas solo al muchacho sino que
también nos interrogan a nosotros (docentes, padres, estudiantes,
ciudadanos) porque problematizan instituciones (el registro civil,
por ejemplo), cuestionan conceptos (como el de nacionalidad) y se
manifiestan justamente en la escuela, un espacio público (y van
quedando pocos: la escuela, la plaza…) que se empeña por
desenmascarar la desigualdad.
Así
fue como David desenterró su propia historia. Sus padres, bolivianos
como él, le habían puesto Dilvert. Su familia llegó a la Argentina
cuando él ya era un
niño. Cuando comenzaron los trámites de obtención del DNI, su
identidad fue puesta en cuestionamiento desde el registro civil,
donde un funcionario dijo que “Ese no era un nombre en nuestro
país”, y amablemente ofreció a los padres que cambiaran el nombre
del chico por uno distinto, que a los oídos del funcionario sonaba
“parecido” y con seguridad bien argentino: David. De esta manera
es como llegamos a la escuela, en donde para
todos
él era David. Hace
un rato dije que la escuela pública denuncia que existe la
desigualdad. Debería aclarar que lo hace a pesar de su afán
homogeneizador.
¿Qué
encontró Dilvert en los textos? En primer lugar, podríamos hablar
de identificación: la lectura hizo posible el encuentro de Dilvert
con la protagonista, quien de alguna manera piensa, actúa o siente
como él. Pero quizás sea más importante lo diferente: el
descubrimiento de que otras vidas, distintas a las que aparecen como
exitosas en los medios de comunicación, también justificaban una
lectura; el reconocimiento, a través de la palabra escrita, de que
algunos personajes (que para otros podrían parecer insignificantes)
tienen algo para decir. Y además, como dijimos hace un rato, Dilvert
encontró en la literatura lo que se le negaba en la realidad: su
primer nombre, el verdadero; entonces la escritura le permitió poner
en palabras lo que sus padres callaban porque veían como un error.
Después
de seis meses de este trabajo, casi a fin de año, Dilvert me dijo
que a sus padres les parecía bien que se hablara en la escuela de
“estas cosas”. Como podrán imaginar, quedé atónita ante
semejante confesión, y le pregunté (debo reconocer que con un poco
de miedo: una nunca sabe qué barbaridad pudo haber dicho) a qué se
refería, si les había comentado los trabajos que habíamos hecho…
Pero él me dijo que había hablado más o menos, que en realidad no
había hablado, sino que les había leído. Entonces me explicó que
todos en su familia trabajaban en costura en su casa y que un día,
reunidos todos en su casa como estaban trabajando, él les dijo que
podía leerles algo, y entonces leyó. Y leyó las dos obras de
teatro que habíamos visto en el año, algo sobre los derechos de los
jóvenes, textos escritos por él, unos artículos aburridísimos,
algunos cuentos… Y que de ahí, de esas lecturas, había salido
esto de que sus padres le habían dicho que “hacían bien en la
escuela que hablaban de estas cosas”.
Las
últimas reflexiones que quisiera hacer tienen que ver con el valor
de la palabra, sobre todo de la palabra escrita. Reflexiono, antes
que nada, en el valor de la palabra David (y a esta altura, si
alguien de los presentes tiene ese nombre, pido mil disculpas). David
es palabra escrita: vale porque es el nombre que está en un papel;
en tanto documento, se supone garantiza la pertenencia al lugar en
donde se vive e instaura la legalidad que los padres quieren para su
hijo (la que diferencia, justamente, los inmigrantes legales de los
ilegales); pero ese nuevo orden (ese papel escrito) clausura un
pasado, borra orígenes, olvida deseos y miedos paternos, desvanece
nacimiento y desarraigo, anula el viaje y la huida de la
pobreza… Nada de todo eso dice David. David es el presente de
conflicto: la negación del pasado y la confrontación consigo mismo
y con su familia.
Pero
hay otras palabras escritas, sin duda más personales y
esperanzadoras, que son las que Dilvert leía (por qué no pensar que
lo siga haciendo) en su casa a sus familiares. Y las destaco porque
él resaltó el valor de esas palabras que, aun antes de
pronunciadas, habían sido escritas: “Yo no hablé con ellos, yo
les leí”. Reconstruyo esa escena de lectura: un grupo de personas,
trabajando, un adolescente leyendo apuntes escolares y textos
literarios, escucha que invita a la evaluación posterior… Los que
trabajamos en docencia o en promoción de la lectura podríamos
preguntarnos qué decían esas palabras, cómo aseguraban la atención
de los oyentes… Sin duda las palabras del hijo devolvían la propia
historia (por qué no pensar que ahora eran ellos, los padres, los
que se encontraban en las palabras del otro), otorgaban la
posibilidad de ver el mundo con una nueva mirada, los enfrentaba con
lo incierto, con lo complejo… ¿Qué otra cosa persigue la
literatura, no?
Cito
a Graciela Montes: "La imagen que tenemos de nosotros mismos
-eso que llamamos un poco pomposamente identidad - se ha ido
construyendo a lo largo de los años y siempre a través de los
otros. No ha sido en situación de monólogo, sino en diálogo con el
otro -y con 'lo otro'- como hemos llegado a armarnos nuestro propio
cuento". Retomo la escena recién evocada: trabajadores,
lectura, adolescentes, padres, escucha, evaluación, lectores,
oyentes… y me permito hacer en voz alta tres interrogantes:
¿Cuántos escenas de construcción colectiva de sentido somos
capaces de evocar? ¿Qué espacios de circulación pública de la
palabra propicia nuestra sociedad? ¿En qué medida la escuela
garantiza la inclusión de la diversidad y el derecho a la palabra?
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