miércoles, 8 de mayo de 2019

La infame certeza


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Hace unos años, en la casa de mis viejxs hubo una cena familiar, un cumpleaños sería, algo de eso.
Mezclado entre parientes, había un tipo. Conocido de alguien, un taxista que casualmente estaba allí.
En un momento de la noche dice algo, un chiste o acotación, un gesto al que le siguió un comentario desubicado, no sé exactamente qué, pero nos empezamos a cruzar hasta que cerré intempestivamente la discusión con algo así como "acá no se hacen esos chistes y en esta casa no se ve Tinelli".
Puede parecer ridícula la frase ahora, pero en ese momento se cortó el aire y supe efectivamente que tooooooda mi familia estaría pensando "Otra vez esta chica arruinando la fiesta". Es que ese fue siempre mi lugar: no quedarme callada. Si la razón no es escudo, la palabra es amparo, dinamita, puñal.
Yo esperaba una reacción (alguien probablemente lo defendiera, y entonces se cambiaría el eje y terminaríamos a los gritos discutiendo miles de cuentas pendientes). Esperaba. Pero nada.
Todavía me acuerdo la cara de mi papá en esa fiesta, muy viejo, queriendo eludir cualquier tipo de conflicto, sin fuerzas ya para callar a su hija más chica con su antes remanido "Acá mando yo". Todavía me acuerdo. Yo vi en su rostro cabizbajo algo que nunca había visto: era resignación. ¿De verdad no había nada que decir? ¿Es cierto que un buen día nos acostumbramos a cualquier cosa, y entonces da lo mismo la mediocridad de un desconocido que la insolencia filial? Eso me avergonzaba. ¿Vergüenza ajena de un padre que se resigna? ¿o propia, de una hija que ni mide ni se calla?
La cosa es que, después de cuatro o cinco años, a la salida de un cine por Caballito, un pariente me informa: "La semana pasada (aquel tipo) mató a la novia en el bar de la otra cuadra". Como yo no sabía exactamente de quién me hablaba, en un intento de recordarme la escena familiar, me dijo: "El tipo ese al que vos le armaste un escándalo por Tinelli y no sé qué más".
Tres sensaciones tuve en ese momento: la renovada conmoción por el femicidio (cuyos detalles conocía porque lo había escuchado en la radio y me había impactado; no era la novia, y la mina lo había citado en un bar porque no quería estar sola, e incluso había ido acompañada por un amigo) y la repulsión de haber compartido con el asesino una misma mesa. Tres, dije: la infame, miserable certeza de que tanto taaanto no me había equivocado.
Para cuando fue el asesinato, mi vieja y mi viejo ya estaban muertxs. Mejor, pienso, porque se evitaron uno o dos disgustos.
Cada tanto vuelvo a la cara y al silencio de mi viejo, y se me ocurre que sí sabía. Como esos conocimientos heredados ancestralmente, como una iluminación que lo dejó mudo, sin duda él sabía más de lo que en ese momento podía yo entender. Sabía, por ejemplo, que las palabras son signo de otra cosa, y que no siempre son causa de incendio sino que marcan dónde va a arder la llamarada. ¿A qué callarme, entonces? Sabía que un lugar hostil puede ser la casa, la escuela o la calle, si una noche brindás al lado de un asesino, o sos (como él fue) un negrito recién llegado del campo, o te topás en el ascensor con tu vecino genocida del 7°. ¿A qué advertirme? Sabía (aunque no había leído a Gelman) en qué andamos: las elecciones que sanan, los amores con que odiamos y las palabras y acciones en las que nos jugamos la muerte.