Antes, una pregunta: ¿cómo se hace para hablar de la relación que se ha venido manteniendo con la lengua (algo así como una historia propia del uso de las palabras) sin hablar de una? ¿cómo decir aquello que me nombra, me identifica, me niega o da vida sin que aparezca un sujeto? ¿cómo hablar de lo que tanto otros como yo elegimos en cada acto para mostrar qué somos? Entonces: imposible no hablar de mí en esta autobiografía lingüística. Sepan perdonar psicologismos aventurados. Hecha la aclaración, hecha la lengua.
Mis primeras relaciones con la lengua fueron de la mano de mis primeras relaciones con el mundo. Y el mundo, hasta mis cinco años, era una familia numerosa y bastante tradicional, en la que a las mujeres se les tenía permitido verborragiar sus cuitas y a los hombres no solo se les negaba llorar sino también expresarse a través del don de la palabra.
En un mundo tan poblado de adultos (padres, hermanos, tíos, abuelos), o enmudecía enterrada por palabras ajenas, o me abría paso a grito pelado. La lengua fue para mí una herramienta en el combate de la comunicación cotidiana. Por eso creo que fui tan locuaz de pequeña (y quizás sea esta la causa de que haya aprendido a leer y a escribir tan rápido): porque tenía que dar todo el tiempo explicaciones, defenderme, acusar, pedir ayuda, hacer mandados, atender el teléfono, contestar preguntas... trabajo por demás agotador (lingüísticamente hablando), si se tiene en cuenta que, por ser la más chica, además debía verbalizar dos o tres caprichos por día y recitar de memoria algunas coplas que me aseguraran seguir siendo la más mimada.
Las palabras eran, ante todo, de mujeres, en mi casa o en la escuela. Eso no quiere decir, claro, que fueran palabras ciertas, o creíbles, o sensatas. No. Porque las mujeres usábamos la lengua con tanta facilidad que siempre latía la sospecha de la mentira, o de la exageración, o de la locura.
Bueno, soy franca: en mi caso, latían puras certezas de imprudencia en las palabras que pronunciaba. Lo testimonia la anécdota que sigue: a mis siete años, durante una tórrida noche veraniega, en la heladería barrial le pregunté casi a gritos a mis hermanos mayores qué quería decir "telo", esa palabra que ellos habían nombrado, una y otra vez, en una conversación de la tarde. Hago la cuenta: más de tres o cuatro horas estuve masticando significados posibles, y la pregunta (imprudente) me valió un cachetazo. Ahí aprendí que hay cosas que no se dicen, o no deben decirse. Pero sobre todo aprendí que las palabras tenían un plus, podían ofender o sorprender o incomodar, mi palabra podía doler tanto o más que un cachetazo.
(¿Qué hice con eso, con ese demonio, con ese poder?, podría preguntarme).
En la escuela nunca me enseñaron a reflexionar sobre el lenguaje. O nunca me lo aprendí. Lengua era una parte del conocimiento parecida (en el mejor de los casos) a la lógica. Filas, columnas, tablas, cajones y listas de vocabularios interminables, clasificaciones de lo más diversas, análisis de todo tipo y factor...
Sin embargo, el lenguaje estaba ahí, vivo, en la escuela, todo el tiempo... hablando, y si en algún momento reflexionábamos acerca de él, era porque se imponía en el análisis de un cuento, o en una frase hiriente de un compañero, o en un comentario irónico de un docente. Nunca fue tema del día "El doble sentido, la ironía y otros juegos del lenguaje". Sí jugué esos juegos en la escuela (y en la vida), fui carne y asador de opiniones sarcásticas, de piropos bien o mal intencionados, de cursilerías reproducidas año tras año en los cuadernos, de frases explosivamente graciosas, de voces o puteadas de moda que se quedaban pegadas como babosas al término de cada oración... Sí usé y escuché usar la lengua para esto, pero en Lengua no se hablaba de estas cosas; a lo sumo, algún sermón en contra de las malas palabras.
Ahora (para las que me conocen) una obviedad: tampoco aprendí el silencio. O lo que es lo mismo: cómo decir sin decir. O qué no dicen las palabras (no porque no quieran, si no porque no saben). O qué digo si callo. O qué callar para no equivocarme... Algo que tal vez desande la verborragia infantil: el silencio como defensa, como escudo, como otra forma de explicar.
"Sujeto" es una palabra cuyo significado construí plenamente cuando ya había terminado la secundaria. No quisiera ponerme dogmática, pero se me ocurre que eso, para un docente, debe ser imperdonable.
O tal vez no. Tal vez tenga que ver con la materialidad de nuestro objeto de estudio (hecha la lengua, hecha la trampa), siempre cambiante, yendo y viniendo de boca en boca, de cuerpo a oído, de acto a palabra. A veces es tal el palabrerío, que la comunicación con otro ser humano es en sí misma una alegría.