palabras ciertas de unas clases de Lengua en un par de escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires
lunes, 12 de octubre de 2009
miércoles, 7 de octubre de 2009
malditos
- Bendición de dragón, de Gustavo Roldán
- Maldición de dragón, del mismo autor.
- Espantapájaros 21, de Oliverio Girondo.
Leímos algunos capítulos de En las nubes, de Ian Mc Ewan. Y escribimos, como en "La crema disolvente", lo que nos gustaría que desapareciera.
sábado, 19 de septiembre de 2009
LA LECTURA COMO CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD
Las
escenas que traigo hoy aquí se desarrollaron durante las horas de
Lengua en un curso de chicos y chicas que en ese momento tenían unos
15 años y que pasaban casi todo el día en el colegio porque se
trataba de una escuela secundaria con orientación técnica. Los
chicos venían de familias de clase media-baja o baja; la mitad de
ellos vivía en la villa que nacía donde terminaba la escuela y la
otra mitad, del otro lado, en un barrio de casas humildes. Casi el 50
% de los alumnos eran inmigrantes provenientes de países limítrofes.
A
principios de junio (unos tres meses después de iniciado el ciclo
lectivo), propuse en ese curso leer un monólogo muy breve del
dramaturgo Julio Mauricio, llamado “Datos personales”, en el que
la protagonista cuenta sus vivencias a partir del recuerdo de una
entrevista en la que le solicitaban estos datos: nombre, dirección,
estado civil… Para los que no lo conocen o no lo recuerdan,
considero importante destacar cómo está estructurado el texto:
2º: pensamiento o reflexiones de la protagonista
3º: respuesta.

Más
allá de los objetivos curriculares, cuando lo elegí me interesaba
que el texto oficiara a modo de presentación, y que los alumnos
produjeran, a partir de él, un texto similar, que podía referirse a
un personaje de ficción, inventado o extraído de obras leídas con
anterioridad, o a una persona de carne y hueso.
De
25 chicos, solo uno ficcionalizó el escrito y lo hizo a partir de un
personaje de la televisión. Otro escribió sobre un familiar suyo.
Todos los demás adolescentes produjeron escritos a partir de sus
propios datos personales. Recuerdo particularmente el caso de una
chica, Patricia, que reprodujo con absoluta fidelidad sus datos en
las respuestas, pero en los pensamientos aparecía, a través del uso
magistral de la ironía y de la metáfora, una versión parodiada de
su propia vida, con valerosos caballeros pibes chorros, serviciales
lacayos que bajaban de un patrullero y un yacuzzi en mitad de las
casillas. Lamento no haberme quedado con una copia, porque así dicho
parece bastante trágico pero el texto era en verdad muy muy
gracioso.
Pero
no es ese el escrito al cual hoy quiero referirme en particular. Como
les dije recién, casi todos los jóvenes eligieron contar su
realidad, hicieron aparecer algo que podríamos llamar su propia
vida. Se me ocurre que esos resultados tan “realistas” no
hubieran sido tales si planteaba el ejercicio un primer día de
clases; sin duda esos tres meses de encuentros a través de textos
literarios propiciaron un encuentro más íntimo con la lectura y la
escritura, y de ahí la participación que los alumnos me hicieron de
sus historias.
De
lo que quiero hablarles es del trabajo de un chico al que podemos
empezar llamando David: así figuraba en las listas, así lo llamaban
sus compañeros y así se llamaba a sí mismo. Su texto comenzaba
poniendo en cuestionamiento aquello que casi ningún otro
cuestionaba: el nombre. Cito:
“Me preguntó:
-¿Nombre y apellido?Y yo pensé que mis padres habían elegido un nombre pero después me lo cambiaron cuando hicieron los papeles del documento. Entonces les dijeron que acá Dilvert no era un nombre y que mejor me llamaran David, que era parecido. Yo no tengo ningún compañero que se llame David y Dilvert hay uno pero en otro salón. En mi casa me dicen David porque mis padres dicen que ahora soy David. A veces todavía ellos se confunden y llaman ¡Dilvert! pero yo los entiendo igual… Pero mejor le digo lo que está escrito en el documento, a ver si cree que miento.
Entonces le dije:
- David Hinojosa.”
Cuando,
en la puesta en común de estos trabajos, un compañero le preguntó
cómo quería ser llamado, el alumno dijo que en su casa siempre le
decían David, que cuando le decían Dilvert era porque a sus padres
se les “escapaba”, pero que a él no le molestaba que lo llamaran
así, porque él era un nombre pero también
era el otro y que,
por lo tanto, podía ser nombrado de cualquiera de las dos maneras.
Así fue como, aunque las listas dijeran otra cosa, la mayoría
comenzamos a llamarlo Dilvert, todavía me pregunto si para
acompañarlo en la búsqueda de un nombre propio o para llevarlo a un
cuadro de esquizofrenia agudo…
Más
allá de cualquier especulación, lo cierto es que este joven
comenzó, a través de la lectura, a interrogarse sobre su identidad:
¿cuál
es mi nombre?, ¿qué dice acerca de mí?, ¿por qué me llamo de una
manera y no de otra? quizás
hayan sido algunas de las preguntas que se hizo al momento de
escribir. Pero interrogarse sobre la identidad no es solamente hablar
sobre uno mismo, sino también de aquello que nos rodea y que nos da
sentido: los orígenes, la patria, la familia, la sociedad. De esta
manera, en las palabras de Dilvert resuenan otros interrogantes: ¿qué
dice mi nombre de quienes lo eligieron? ¿qué otras voces hablan a
través de él? ¿quiénes son los que me rebautizaron? ¿qué
relación tengo con ellos? ¿qué dicen con ese nombre impuesto? ¿qué
intentan callar? Sin
duda estas preguntas no están dirigidas solo al muchacho sino que
también nos interrogan a nosotros (docentes, padres, estudiantes,
ciudadanos) porque problematizan instituciones (el registro civil,
por ejemplo), cuestionan conceptos (como el de nacionalidad) y se
manifiestan justamente en la escuela, un espacio público (y van
quedando pocos: la escuela, la plaza…) que se empeña por
desenmascarar la desigualdad.
¿Qué
encontró Dilvert en los textos? En primer lugar, podríamos hablar
de identificación: la lectura hizo posible el encuentro de Dilvert
con la protagonista, quien de alguna manera piensa, actúa o siente
como él. Pero quizás sea más importante lo diferente: el
descubrimiento de que otras vidas, distintas a las que aparecen como
exitosas en los medios de comunicación, también justificaban una
lectura; el reconocimiento, a través de la palabra escrita, de que
algunos personajes (que para otros podrían parecer insignificantes)
tienen algo para decir. Y además, como dijimos hace un rato, Dilvert
encontró en la literatura lo que se le negaba en la realidad: su
primer nombre, el verdadero; entonces la escritura le permitió poner
en palabras lo que sus padres callaban porque veían como un error.
Después
de seis meses de este trabajo, casi a fin de año, Dilvert me dijo
que a sus padres les parecía bien que se hablara en la escuela de
“estas cosas”. Como podrán imaginar, quedé atónita ante
semejante confesión, y le pregunté (debo reconocer que con un poco
de miedo: una nunca sabe qué barbaridad pudo haber dicho) a qué se
refería, si les había comentado los trabajos que habíamos hecho…
Pero él me dijo que había hablado más o menos, que en realidad no
había hablado, sino que les había leído. Entonces me explicó que
todos en su familia trabajaban en costura en su casa y que un día,
reunidos todos en su casa como estaban trabajando, él les dijo que
podía leerles algo, y entonces leyó. Y leyó las dos obras de
teatro que habíamos visto en el año, algo sobre los derechos de los
jóvenes, textos escritos por él, unos artículos aburridísimos,
algunos cuentos… Y que de ahí, de esas lecturas, había salido
esto de que sus padres le habían dicho que “hacían bien en la
escuela que hablaban de estas cosas”.

Pero
hay otras palabras escritas, sin duda más personales y
esperanzadoras, que son las que Dilvert leía (por qué no pensar que
lo siga haciendo) en su casa a sus familiares. Y las destaco porque
él resaltó el valor de esas palabras que, aun antes de
pronunciadas, habían sido escritas: “Yo no hablé con ellos, yo
les leí”. Reconstruyo esa escena de lectura: un grupo de personas,
trabajando, un adolescente leyendo apuntes escolares y textos
literarios, escucha que invita a la evaluación posterior… Los que
trabajamos en docencia o en promoción de la lectura podríamos
preguntarnos qué decían esas palabras, cómo aseguraban la atención
de los oyentes… Sin duda las palabras del hijo devolvían la propia
historia (por qué no pensar que ahora eran ellos, los padres, los
que se encontraban en las palabras del otro), otorgaban la
posibilidad de ver el mundo con una nueva mirada, los enfrentaba con
lo incierto, con lo complejo… ¿Qué otra cosa persigue la
literatura, no?
Cito
a Graciela Montes: "La imagen que tenemos de nosotros mismos
-eso que llamamos un poco pomposamente identidad - se ha ido
construyendo a lo largo de los años y siempre a través de los
otros. No ha sido en situación de monólogo, sino en diálogo con el
otro -y con 'lo otro'- como hemos llegado a armarnos nuestro propio
cuento". Retomo la escena recién evocada: trabajadores,
lectura, adolescentes, padres, escucha, evaluación, lectores,
oyentes… y me permito hacer en voz alta tres interrogantes:
¿Cuántos escenas de construcción colectiva de sentido somos
capaces de evocar? ¿Qué espacios de circulación pública de la
palabra propicia nuestra sociedad? ¿En qué medida la escuela
garantiza la inclusión de la diversidad y el derecho a la palabra?
Área temática propuesta: la lectura y la escritura como prácticas sociales
RESUMEN:
Una experiencia concreta de aula es el punto de partida para reflexionar acerca del papel de la lectura como introspección y en tanto constructora de identidad (entendida en su aspecto individual, familiar y social). El protagonista es un alumno inmigrante; el marco, una escuela pública del conurbano bonaerense.
¿Qué espacios de circulación pública de la palabra proponen la escuela o el resto de nuestra sociedad? ¿En qué medida las prácticas de lectura y escritura propician el encuentro de los sujetos con la propia historia? ¿Qué callan los adolescentes, qué eligen decir a través de la literatura? Estos y otros interrogantes se abordan a partir del análisis de una secuencia didáctica que pone en cuestión el valor de la palabra escrita y el supuesto objetivo homogeneizador de la escuela.
El texto fue escrito para unas jornadas de Salud Mental y Derechos Humanos organizada por la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo (2006).
jueves, 17 de septiembre de 2009
Sobre brujas queribles y reinos más o menos lejanos
La siguiente
exposición consta de dos partes: en la primera, me propongo hacer
una breve introducción al tema del sexismo en la literatura
infantil, con referencias concretas a relatos tradicionales y a la
construcción de las figuras del príncipe, la bruja y la princesa.
En un segundo momento, analizaré estos mismos personajes en cuentos
actuales que abordan la cuestión de género desde una perspectiva
distinta.
Antes de entrar
específicamente en el tema, podríamos interrogarnos acerca de por
qué hablar sobre literatura y género. Dos cuestiones conviene
aclarar al respecto: por un lado, el carácter fundacional de los
relatos tradicionales en la formación lectora. Es a través de esas
primeras narraciones (leídas o escuchadas) que los sujetos nos
vinculamos con el mundo que nos rodea. Los cuentos infantiles cuentan
una historia pero, al hacerlo, también trasmiten normas sociales y
culturales, formas de relación esperables o condenables, pautas a
seguir o transgredir. Este es uno de los modos en que se
internalizan, durante la niñez, los roles que los seres humanos
jugamos, ya adultos, de manera más o menos fija. Por otra parte,
considero que la cuestión de género debe abordarse de manera
transversal, a lo largo de las distintas etapas de la vida, dentro o
fuera de la escuela. Así, pensar hoy la literatura infantil quizás
nos permita orientar el análisis no solamente hacia los más
pequeños sino también como una oportunidad de mirarnos a nosotros
mismos en tanto docentes -algunos en formación- que encaramos estas
cuestiones en nuestras clases, -nos guste o no- como resultantes de
una larga serie de naturalizaciones.
En rigor, estas
ideas surgieron hace un tiempo, cuando participé de unos encuentros
con un grupo de maestros de primaria que se juntaban (y se juntan
todavía) a debatir diversos temas propios de la tarea. En aquella
oportunidad, se discutía acerca de la diferencia entre las brujas
tradicionales y (lo que en ese momento se dio por llamar) las brujas
"posmodernas". Las tradicionales son las malas malísimas,
feas y oponentes necesarias de héroes y heroínas de cuentos como
Blancanieves; las brujas "posmodernas", en cambio,
están representadas por criaturas más bien graciosas, a las que en
varias ocasiones su brujería les juega una mala pasada, y que no son
tomadas demasiado en serio ni por protagonistas ni por lectores.
En medio de estas
discusiones vino a mí un libro (ya clásico) de Graciela Cabal,
llamado Mujercitas, ¿eran las de antes?, que en su momento
editó el Quirquincho y, más tarde, Sudamericana. A riesgo de ser
redundante (el análisis del sexismo en la literatura infantil debe
tener ya como 50 años), hago los comentarios siguientes con la idea
de sumar temas o miradas a la cuestión “brujas”.
Por lo general, en
estos cuentos los hombres son fuertes y valientes, reyes que
gobiernan sabiamente y príncipes aventureros que cabalgan en
corceles, escalan torres imposibles o atraviesan bosques atestados de
peligros. Mientras tanto, adentro de casas o castillos, las mujeres
cosen (o al menos lo intentan, porque varias encima lo hacen tan mal
que terminan pinchándose), se miran obsesivamente al espejo, cocinan
pócimas o guisos y suelen pasar años acodadas en las ventanas a la
espera de.

Estos relatos
hilvanan una serie de conductas sociales acerca de lo masculino y lo
femenino, una suerte de modelo y antimodelo de lo que significa ser
hombre o ser mujer. Por su enorme carga valorativa y la insistencia
en su reiteración, son modelos que se van rigidizando y se
convierten en estereotipos. En el muy muy lejano mundo de los cuentos
de hadas, las malas son altaneras, odiosas, vengativas, traicioneras
y de mal talante; las princesas, dulces, adorables y tan buenas como
hermosas; los príncipes, gentiles, astutos, fuertes y hasta sabios.
Pero estos roles trascienden la ficción y, en nuestro tan cercano
mundo de las cotidianidades, obligan a posicionarse también a los
lectores: si los príncipes son valientes y audaces, también deben
serlo los niños; si las princesas son frágiles y están
permanentemente desprotegidas, similares características se esperan
de las niñas.
También en Hansel
y Gretel (por poner otro ejemplo), se repiten modelo y antimodelo
de lo esperable en una mujer. Gretel es la acompañante, "la
hermana de", una niña obediente que no solo acata órdenes de
sus padres sino también de la bruja o de Hansel (ella es la que
llora mientras él es el que propone soluciones; ella se asusta, en
cambio él tira piedras o migajas en el camino). Del lado de las
condenables, están la bruja fea y chicata (que seduce a los niños
para comérselos) y la madrastra despiadada que embrolla al marido
para que se deshaga de sus hijos (y que tanto recuerda a Eva, esa
otra que “le llena la cabeza” al hombre para no estar sola ni en
el error ni el castigo). No hay término medio en la representación
de la mujer: actúa su papel de agresión o de sumisión; según sea
culpable o víctima, hace daño o lo sufre.
¿Cómo llegamos
del maniqueísmo de los cuentos tradicionales (en el que las brujas
eran indudablemente representación de todos los males del mundo) a
los relatos más modernos plagados de princesas valerosas y brujas
que no asustan prácticamente a nadie? ¿Qué gana y qué pierde el
mundo infantil con estas modificaciones? Y, lo que resulta más
pertinente: ¿de qué modo impactan estos cambios en la cuestión de
género?
En primer lugar,
es necesario señalar que los estudios realizados sobre el sexismo en
la literatura infantil trajeron como consecuencia la irrupción de
una “nueva” literatura, empeñada en correrse del ámbito de lo
moral y apartar a la mujer del estereotipo de abnegación. “Sobre
todo ha habido un cambio en la representación del mundo -señala
Teresa Colomer- ya no cuentan los mismos temas ni existen los mismos
personajes del siglo pasado, la literatura se ha modernizado y
ajustado a los tiempos que corren”. Entonces empezaron a proliferar
princesas audaces, caballeros temerosos o miopes y brujas
despistadas. El resultado no siempre implicó un salto cualitativo.
En literatura, cuando la intencionalidad es más fuerte que la
historia, pierde el texto porque a los lectores sólo les queda
aprobar o negar (lo cual supone más una actitud consumista que
creadora); así es como hay cuentos infantiles que se acercan al
panfleto, a la falsa insurrección y otros directamente al ridículo.
En cambio, cuando se impone el artificio literario, ganan también
quienes leen el texto, porque el sentido no está del todo cerrado y
son los lectores quienes terminan de construirlo. Michèle Petit
opina que a veces los textos que más nos conmueven, que más nos
interrogan sobre la propia existencia no son los que hablan
exactamente de nuestra realidad, los que se refieren de modo
explícito a un tema determinado (denominados “relatos espejo”)
sino aquellos que postulan un desplazamiento: es la trasposición, la
metáfora la que permite dar sentido, tomar distancia y cambiar el
punto de vista.
En segundo lugar,
hay una objeción interesante que se puede plantear en relación a
estas relativizaciones de los personajes tradicionales. Al disipar
con figuras ñoñas las representaciones de la maldad, corremos el
riesgo de que niños y niñas se pierdan en la indeterminación de
‘lo bueno un poco malo’ y ‘lo malo no tan feo’, y que la
carga fuertemente simbólica de estos primeros relatos, se diluya o
desaparezca. Horacio Cárdenas, uno de los maestros que abogaba por
la defensa de lo tradicional, sintetizaba su postura de esta manera:
“La Bruja es rejunte, mezcla y hervor de noche y oscuridad (lo
desconocido, lo innombrado), de magia y hechizo (capricho de las
reglas del mundo) y sobre todo de vejez, corrupción del cuerpo: el
paso del Tiempo; es decir, nada menos que el horror ante La Muerte.
¿No es demasiado pronto desestereotipar estos paradigmas en la
primera infancia? Si lo malo no está donde la imaginación histórica
de la humanidad lo puso (en una bruja, un ogro, un cruel vampiro)
¿dónde está? –bien podría preguntarse el niño–”.
Aunque este riesgo
existe, también es cierto que en la repartija literaria de maldades,
purezas o acciones, algunos han salido más favorecidos. Graciela
Cabal escribía: “Se sobreentiende que estamos haciendo burdas
simplificaciones de un material riquísimo, de profundo simbolismo.
(...) Pero atención: también es cierto que estas dulces y tontas
niñas son, de alguna manera, modelos de identificación. Entre los
personajes de los cuentos tradicionales no recuerdo ninguna
sastrecilla valiente que pueda matar siete de un golpe (sean moscas u
hombres), ninguna niñita tan animosa como para despanzurrar
gigantes, ninguna gata con botas que se las ingenie para conseguirle
a su dueña, la marquesa de Carabás, no digamos un reino, con
príncipe y todo, sino, aunque más no fuera un mísero ranchito. Y
decididamente no existe en estos cuentos ninguna princesa rosa o azul
-tanto da- de besos capaces de despertar a la vida a bellos príncipes
durmientes”. Por eso creo que romper con ciertos estereotipos,
como los que asocian bondad a belleza (y a UN tipo particular de
belleza) o vejez a maldad, no está tan mal. Tal vez algunos de estos
relatos más nuevos, menos estereotipados, interroguen sobre un tema
fundante de la vida: la identidad. La pregunta: ¿quién soy? /
¿qué soy? también despierta otro gran temor: la incertidumbre
frente a qué espera la sociedad que yo (hombre, mujer) sea.
Y en relación con
esto, acerco algunas escenas de lectura referidas a tres libros
distintos: uno de brujas, otro de príncipes y otro de caballeros y
princesas.
Pero en muchos
casos (sobre todo con chicos de 3ro o 4to para arriba) los
comentarios fueron del tipo: "No
es una bruja, es un hombre disfrazado", "Es tan fea que
parece un hombre", "No puede ser, ¿es un hombre?",
"¡Es un travesti!". Es decir, para ellos la tensión
no estaba puesta en que la bruja fuera buena o mala, sino en su
identidad sexual. Yo creo que bien vale, entonces, esta bruja
posmoderna que expresa el miedo frente a lo inclasificable.

Una aclaración
que tiene que ver con el papel de la literatura y el “uso” que
muchas veces hacemos los docentes de ella. Textos como los que hemos
visto podrían tentarnos para “trabajar un tema”: la explotación
de la mujer, el trabajo invisible, los roles estereotipados en los
grupos, etc. No olvidemos, sin embargo, que con la literatura (con la
buena literatura, al menos) no se trabaja un tema (y no porque
sea una prohibición, sino porque siempre algo se escapa); es decir,
no sirve para; no es el propósito de lo literario, por ejemplo,
educar en valores. La literatura está. En todo caso, somos los seres
humanos los que hacemos -o no- algo con ella, como cuando aceptamos
el desafío de pensar nuestro ser en el mundo a partir de una
película, un cuadro o un libro. No es el de Anthony Browne, sin
duda, un texto inocente; casi podría decirse que el tema se impone a
los demás aspectos de la obra. Pero aun cuando la historia parezca
bastante cerrada, la combinación entre lo verbal y lo visual permite
situar al lector en un rol creativo: algunos niños “hablarán del
tema”, otros se fascinarán con el intercambio de roles pero más
como una anécdota que como una verdadera revolución, muchos
buscarán en los dibujos los detalles de la pronta metamorfosis y
algunos discutirán con la figura de un padre que trabaja pero no
protege.
Para terminar, no
quisiera que estas palabras suenen a lo políticamente correcto
(ahora las brujas deben ser buenas; las princesas,
malas; las lindas, negritas, gordas y proletarias). Si bien al
principio decíamos que los cuentos tradicionales refuerzan los
estereotipos, también es cierto que forman parte de nuestra cultura,
y no por negarlos vamos a modificar mágicamente las condiciones
materiales de hombres y mujeres de la época en que fueron escritos o
en que se leen. La propuesta sería, en todo caso, sumar variedad al
repertorio, mirada atenta a la selección y voces a la discusión.
Así como la problemática de género nos atraviesa, permitamos que
aflore en cada uno de los debates que surjan en nuestras aulas, sin
condenar a los textos literarios a ser leídos como lo que no son.
Parafraseando a una gran escritora de la literatura infantil
argentina, Laura Devetach, quizás esa sea la mejor manera de
propiciar modelos más flexibles, que nos permitan movernos (yo
mujer, yo cabra, yo caballo o yo rana) en uno u otros mundos con
mayor libertad.
CABAL, Graciela
Beatriz. Mujercitas ¿eran las de antes? y otros escritos.
Buenos Aires. Sudamericana, 1998.
COLOMER, Teresa. La
formación del lector literario. Madrid. Ruiperez, 1998.
PETIT, Michèle.
Apuntes de la conferiencia dictada en el seminario “Relaciones
entre literatura y niños en riesgo”. Universidad de La Matanza,
abril de 2009.
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