La siguiente
exposición consta de dos partes: en la primera, me propongo hacer
una breve introducción al tema del sexismo en la literatura
infantil, con referencias concretas a relatos tradicionales y a la
construcción de las figuras del príncipe, la bruja y la princesa.
En un segundo momento, analizaré estos mismos personajes en cuentos
actuales que abordan la cuestión de género desde una perspectiva
distinta.
Antes de entrar
específicamente en el tema, podríamos interrogarnos acerca de por
qué hablar sobre literatura y género. Dos cuestiones conviene
aclarar al respecto: por un lado, el carácter fundacional de los
relatos tradicionales en la formación lectora. Es a través de esas
primeras narraciones (leídas o escuchadas) que los sujetos nos
vinculamos con el mundo que nos rodea. Los cuentos infantiles cuentan
una historia pero, al hacerlo, también trasmiten normas sociales y
culturales, formas de relación esperables o condenables, pautas a
seguir o transgredir. Este es uno de los modos en que se
internalizan, durante la niñez, los roles que los seres humanos
jugamos, ya adultos, de manera más o menos fija. Por otra parte,
considero que la cuestión de género debe abordarse de manera
transversal, a lo largo de las distintas etapas de la vida, dentro o
fuera de la escuela. Así, pensar hoy la literatura infantil quizás
nos permita orientar el análisis no solamente hacia los más
pequeños sino también como una oportunidad de mirarnos a nosotros
mismos en tanto docentes -algunos en formación- que encaramos estas
cuestiones en nuestras clases, -nos guste o no- como resultantes de
una larga serie de naturalizaciones.
En rigor, estas
ideas surgieron hace un tiempo, cuando participé de unos encuentros
con un grupo de maestros de primaria que se juntaban (y se juntan
todavía) a debatir diversos temas propios de la tarea. En aquella
oportunidad, se discutía acerca de la diferencia entre las brujas
tradicionales y (lo que en ese momento se dio por llamar) las brujas
"posmodernas". Las tradicionales son las malas malísimas,
feas y oponentes necesarias de héroes y heroínas de cuentos como
Blancanieves; las brujas "posmodernas", en cambio,
están representadas por criaturas más bien graciosas, a las que en
varias ocasiones su brujería les juega una mala pasada, y que no son
tomadas demasiado en serio ni por protagonistas ni por lectores.
En medio de estas
discusiones vino a mí un libro (ya clásico) de Graciela Cabal,
llamado Mujercitas, ¿eran las de antes?, que en su momento
editó el Quirquincho y, más tarde, Sudamericana. A riesgo de ser
redundante (el análisis del sexismo en la literatura infantil debe
tener ya como 50 años), hago los comentarios siguientes con la idea
de sumar temas o miradas a la cuestión “brujas”.
Por lo general, en
estos cuentos los hombres son fuertes y valientes, reyes que
gobiernan sabiamente y príncipes aventureros que cabalgan en
corceles, escalan torres imposibles o atraviesan bosques atestados de
peligros. Mientras tanto, adentro de casas o castillos, las mujeres
cosen (o al menos lo intentan, porque varias encima lo hacen tan mal
que terminan pinchándose), se miran obsesivamente al espejo, cocinan
pócimas o guisos y suelen pasar años acodadas en las ventanas a la
espera de.
¿Qué
representaciones sociales acerca de las mujeres reproducen los
cuentos tradicionales? Ellas se dividen en dos tipos:
las malas, feas, viejas y envidiosas que cobran entidad en brujas o
madrastras (y que podrían pensarse como antecedentes directos de los
chistes “de suegras”); y las buenas, lindas, tiernas y
obedientes, muchachitas dóciles en alma y cuerpo (encima son flacas)
o princesas "con gracia" (léase "agraciadas o
agradables", nunca divertidas). Pienso en la abnegación de
Cenicienta (que cae en desgracia al morir el padre y recibe la
salvación de manos de un príncipe) y en la pasividad desesperante
de la Bella Durmiente (algún sueño inquietante debe haber tenido
esa muchacha en toooodo ese tiempo, quiero creer).
Estos relatos
hilvanan una serie de conductas sociales acerca de lo masculino y lo
femenino, una suerte de modelo y antimodelo de lo que significa ser
hombre o ser mujer. Por su enorme carga valorativa y la insistencia
en su reiteración, son modelos que se van rigidizando y se
convierten en estereotipos. En el muy muy lejano mundo de los cuentos
de hadas, las malas son altaneras, odiosas, vengativas, traicioneras
y de mal talante; las princesas, dulces, adorables y tan buenas como
hermosas; los príncipes, gentiles, astutos, fuertes y hasta sabios.
Pero estos roles trascienden la ficción y, en nuestro tan cercano
mundo de las cotidianidades, obligan a posicionarse también a los
lectores: si los príncipes son valientes y audaces, también deben
serlo los niños; si las princesas son frágiles y están
permanentemente desprotegidas, similares características se esperan
de las niñas.
También en Hansel
y Gretel (por poner otro ejemplo), se repiten modelo y antimodelo
de lo esperable en una mujer. Gretel es la acompañante, "la
hermana de", una niña obediente que no solo acata órdenes de
sus padres sino también de la bruja o de Hansel (ella es la que
llora mientras él es el que propone soluciones; ella se asusta, en
cambio él tira piedras o migajas en el camino). Del lado de las
condenables, están la bruja fea y chicata (que seduce a los niños
para comérselos) y la madrastra despiadada que embrolla al marido
para que se deshaga de sus hijos (y que tanto recuerda a Eva, esa
otra que “le llena la cabeza” al hombre para no estar sola ni en
el error ni el castigo). No hay término medio en la representación
de la mujer: actúa su papel de agresión o de sumisión; según sea
culpable o víctima, hace daño o lo sufre.
¿Cómo llegamos
del maniqueísmo de los cuentos tradicionales (en el que las brujas
eran indudablemente representación de todos los males del mundo) a
los relatos más modernos plagados de princesas valerosas y brujas
que no asustan prácticamente a nadie? ¿Qué gana y qué pierde el
mundo infantil con estas modificaciones? Y, lo que resulta más
pertinente: ¿de qué modo impactan estos cambios en la cuestión de
género?
En primer lugar,
es necesario señalar que los estudios realizados sobre el sexismo en
la literatura infantil trajeron como consecuencia la irrupción de
una “nueva” literatura, empeñada en correrse del ámbito de lo
moral y apartar a la mujer del estereotipo de abnegación. “Sobre
todo ha habido un cambio en la representación del mundo -señala
Teresa Colomer- ya no cuentan los mismos temas ni existen los mismos
personajes del siglo pasado, la literatura se ha modernizado y
ajustado a los tiempos que corren”. Entonces empezaron a proliferar
princesas audaces, caballeros temerosos o miopes y brujas
despistadas. El resultado no siempre implicó un salto cualitativo.
En literatura, cuando la intencionalidad es más fuerte que la
historia, pierde el texto porque a los lectores sólo les queda
aprobar o negar (lo cual supone más una actitud consumista que
creadora); así es como hay cuentos infantiles que se acercan al
panfleto, a la falsa insurrección y otros directamente al ridículo.
En cambio, cuando se impone el artificio literario, ganan también
quienes leen el texto, porque el sentido no está del todo cerrado y
son los lectores quienes terminan de construirlo. Michèle Petit
opina que a veces los textos que más nos conmueven, que más nos
interrogan sobre la propia existencia no son los que hablan
exactamente de nuestra realidad, los que se refieren de modo
explícito a un tema determinado (denominados “relatos espejo”)
sino aquellos que postulan un desplazamiento: es la trasposición, la
metáfora la que permite dar sentido, tomar distancia y cambiar el
punto de vista.
En segundo lugar,
hay una objeción interesante que se puede plantear en relación a
estas relativizaciones de los personajes tradicionales. Al disipar
con figuras ñoñas las representaciones de la maldad, corremos el
riesgo de que niños y niñas se pierdan en la indeterminación de
‘lo bueno un poco malo’ y ‘lo malo no tan feo’, y que la
carga fuertemente simbólica de estos primeros relatos, se diluya o
desaparezca. Horacio Cárdenas, uno de los maestros que abogaba por
la defensa de lo tradicional, sintetizaba su postura de esta manera:
“La Bruja es rejunte, mezcla y hervor de noche y oscuridad (lo
desconocido, lo innombrado), de magia y hechizo (capricho de las
reglas del mundo) y sobre todo de vejez, corrupción del cuerpo: el
paso del Tiempo; es decir, nada menos que el horror ante La Muerte.
¿No es demasiado pronto desestereotipar estos paradigmas en la
primera infancia? Si lo malo no está donde la imaginación histórica
de la humanidad lo puso (en una bruja, un ogro, un cruel vampiro)
¿dónde está? –bien podría preguntarse el niño–”.
Aunque este riesgo
existe, también es cierto que en la repartija literaria de maldades,
purezas o acciones, algunos han salido más favorecidos. Graciela
Cabal escribía: “Se sobreentiende que estamos haciendo burdas
simplificaciones de un material riquísimo, de profundo simbolismo.
(...) Pero atención: también es cierto que estas dulces y tontas
niñas son, de alguna manera, modelos de identificación. Entre los
personajes de los cuentos tradicionales no recuerdo ninguna
sastrecilla valiente que pueda matar siete de un golpe (sean moscas u
hombres), ninguna niñita tan animosa como para despanzurrar
gigantes, ninguna gata con botas que se las ingenie para conseguirle
a su dueña, la marquesa de Carabás, no digamos un reino, con
príncipe y todo, sino, aunque más no fuera un mísero ranchito. Y
decididamente no existe en estos cuentos ninguna princesa rosa o azul
-tanto da- de besos capaces de despertar a la vida a bellos príncipes
durmientes”. Por eso creo que romper con ciertos estereotipos,
como los que asocian bondad a belleza (y a UN tipo particular de
belleza) o vejez a maldad, no está tan mal. Tal vez algunos de estos
relatos más nuevos, menos estereotipados, interroguen sobre un tema
fundante de la vida: la identidad. La pregunta: ¿quién soy? /
¿qué soy? también despierta otro gran temor: la incertidumbre
frente a qué espera la sociedad que yo (hombre, mujer) sea.
Y en relación con
esto, acerco algunas escenas de lectura referidas a tres libros
distintos: uno de brujas, otro de príncipes y otro de caballeros y
princesas.
En el primer caso,
se trata de ¿Qué crees? (V. Goodman, FCE). Página a página,
cada ilustración hiperrealista se cierra con un interrogante sobre
las características de la protagonista. Mientras que a lo largo del
libro se refuerza el estereotipo (vestido negro, sombrero, gato,
nariz prominente...), el texto final sorprende por lo inesperado:
esta bruja NO es mala. Tuve la oportunidad de leer este libro con
varios grupos y los resultados fueron distintos. Por lo general, los
más chicos resisten en sus creencias y, aunque vacilan ante el poder
de la palabra escrita, sostienen el estereotipo: "si
es una bruja, es mala".
Pero en muchos
casos (sobre todo con chicos de 3ro o 4to para arriba) los
comentarios fueron del tipo: "No
es una bruja, es un hombre disfrazado", "Es tan fea que
parece un hombre", "No puede ser, ¿es un hombre?",
"¡Es un travesti!". Es decir, para ellos la tensión
no estaba puesta en que la bruja fuera buena o mala, sino en su
identidad sexual. Yo creo que bien vale, entonces, esta bruja
posmoderna que expresa el miedo frente a lo inclasificable.
El segundo libro
se llama Rey y rey (ed. Serres), donde se cuenta la ansiedad
de la reina por conseguirle pareja a su hijo, quien luego de un
desfile de candidatas, elije al hermano de una de ellas, el príncipe
Azul. Leí este libro a unos chicos de cinco años. Aunque empezaron
cuestionando el título: "¿Cómo
'Rey y rey'?
¡Te equivocaste! Debe ser 'Rey
y reina', ¿no?",
después se dejaron llevar por la trama y no discutieron ni la
historia ni el final. Me permito presuponer que, de haberlo leído a
un público de más edad, las repercusiones hubieran sido otras. De
hecho, las resonancias entre docentes fueron del estilo: “¿Te
imaginás si se lo leo a mis alumnos? Al otro día tengo un batallón
de padres”. Observemos en el comentario que ubica el
cuestionamiento en el mundo adulto, y no en el de los niños. Un dato
respecto del libro: este cuento fue incorporado en Inglaterra en un
programa piloto cuya temática es “Educación e integración” y
está dirigido a chicos de Jardín y Primaria.
El tercer texto es
de Keiko Kasza y se llama "El caballero y la princesa". En
la historia, después de leer un cuento tradicional, los
protagonistas (dos amigos, Dorotea y Miguel) deciden jugar al
caballero y la princesa (es decir, representar los roles que habían
leído en el cuento). Lo interesante es que no es la lectura la que
trae el conflicto; a ellos no les molesta que en el cuento el
caballero sea valiente y la princesa asustadiza. El problema surge
cuando tienen que poner el cuerpo (el real, el de cada uno) en
esos personajes. Y la primera objeción, por supuesto, la hace
Dorotea: "¿Qué hay de malo en que la princesa salve al
caballero?"; ella no cuestiona el nombre o el personaje sino las
funciones que realiza, las acciones; quiere ser una princesa, pero de
ningún modo quedarse fija en un lugar, esperando ser rescatada por
otro. Miguel, en un primer momento, no accede; pero hacia el final de
la historia, la resolución llega cuando descubre que es más
divertido turnarse.
Por último,
quisiera hacer un comentario sobre El Libro de los Cerdos, de
Anthony Browne. En este caso no hay caballeros ni brujas ni
princesas, pero es tan claro el abordaje que se hace de la cuestión
de género, que vale la pena detenernos un minuto en él. El cuento
parte con la exacerbación del estereotipo del hombre activo y la
mujer sumisa: los varones (el Sr. De la Cerda y sus hijos) son los
que están afuera de la casa, pero aparecen desacreditados por la
exageración (“importantísima escuela”, “su muy importante
trabajo”), por los verbos que señalan sus acciones (comer, gritar)
y por la inercia frente a la TV. En el otro extremo está la mujer
quien, aunque también trabaje afuera, está sentenciada al mundo de
las tareas domésticas. La historia cautiva porque se cuenta a través
de dos lenguajes: el de las palabras y el de las imágenes. Por
ejemplo, la invisibilización de la mujer está acompañada por una
paulatina metamorfosis de los varones en cerdos, y estos procesos
acontecen simultáneamente en el plano del texto y de la ilustración.
Hacia el final de la historia, el conflicto se resuelve a favor de la
alternancia de tareas: “Desde entonces, el señor De la Cerda lava
los platos (...) Todos ayudan a cocinar y Mamá a veces compone el
coche”.
Una aclaración
que tiene que ver con el papel de la literatura y el “uso” que
muchas veces hacemos los docentes de ella. Textos como los que hemos
visto podrían tentarnos para “trabajar un tema”: la explotación
de la mujer, el trabajo invisible, los roles estereotipados en los
grupos, etc. No olvidemos, sin embargo, que con la literatura (con la
buena literatura, al menos) no se trabaja un tema (y no porque
sea una prohibición, sino porque siempre algo se escapa); es decir,
no sirve para; no es el propósito de lo literario, por ejemplo,
educar en valores. La literatura está. En todo caso, somos los seres
humanos los que hacemos -o no- algo con ella, como cuando aceptamos
el desafío de pensar nuestro ser en el mundo a partir de una
película, un cuadro o un libro. No es el de Anthony Browne, sin
duda, un texto inocente; casi podría decirse que el tema se impone a
los demás aspectos de la obra. Pero aun cuando la historia parezca
bastante cerrada, la combinación entre lo verbal y lo visual permite
situar al lector en un rol creativo: algunos niños “hablarán del
tema”, otros se fascinarán con el intercambio de roles pero más
como una anécdota que como una verdadera revolución, muchos
buscarán en los dibujos los detalles de la pronta metamorfosis y
algunos discutirán con la figura de un padre que trabaja pero no
protege.
Para terminar, no
quisiera que estas palabras suenen a lo políticamente correcto
(ahora las brujas deben ser buenas; las princesas,
malas; las lindas, negritas, gordas y proletarias). Si bien al
principio decíamos que los cuentos tradicionales refuerzan los
estereotipos, también es cierto que forman parte de nuestra cultura,
y no por negarlos vamos a modificar mágicamente las condiciones
materiales de hombres y mujeres de la época en que fueron escritos o
en que se leen. La propuesta sería, en todo caso, sumar variedad al
repertorio, mirada atenta a la selección y voces a la discusión.
Así como la problemática de género nos atraviesa, permitamos que
aflore en cada uno de los debates que surjan en nuestras aulas, sin
condenar a los textos literarios a ser leídos como lo que no son.
Parafraseando a una gran escritora de la literatura infantil
argentina, Laura Devetach, quizás esa sea la mejor manera de
propiciar modelos más flexibles, que nos permitan movernos (yo
mujer, yo cabra, yo caballo o yo rana) en uno u otros mundos con
mayor libertad.
***
CABAL, Graciela
Beatriz. Mujercitas ¿eran las de antes? y otros escritos.
Buenos Aires. Sudamericana, 1998.
COLOMER, Teresa. La
formación del lector literario. Madrid. Ruiperez, 1998.
PETIT, Michèle.
Apuntes de la conferiencia dictada en el seminario “Relaciones
entre literatura y niños en riesgo”. Universidad de La Matanza,
abril de 2009.