(registro
de un intenso día de trabajo en educación en contextos de encierro)
jueves 25 o viernes 26 de
marzo - 1º año
Habíamos
leído “Corso”, de Walsh y “El hijo de la maestra”, de
Incardona. Habíamos hablado de las anécdotas de la infancia, de
cómo armar un relato y hablar de uno contando, también, de otros.
No
sé si será su acento españolísimo hasta el tuétano, pero José
leyó un recuerdo digno del Lazarillo de Tormes: los dos aprendices
de monaguillo, los dos pobres, los dos pícaros. Sergio acercó la
historia de un padre que sobreactúa frente al enfado de la maestra
pero se vuelve cómplice de la travesura infantil apenas la autoridad
se da la vuelta. Mauro nos ubicó en una camioneta al anochecer
volviendo del campo, la ruta y un niño que interroga a los hombres
que lo rodean sobre los secretos de la sexualidad. El clima era
afable, alguna sonrisa, el candor de la niñez como una verdad
eterna, cierta emoción más cercana al recuerdo alegre que a la
nostalgia.
Entonces
Adrián dijo que él había escrito y me pidió que lo leyera yo
porque ya ni sabía si podría entender su propia letra. “De eso
trabajo” creo que dije y leí:
El
destino de la vida me yevo a la calle teniendo 10 años y a pasar
hambre y estar solo en un mundo echo para grandes, y conoci mucha
jente de todas las edades; pase por hogares institutos y mucha caye
q' aprendi cosas q para my edad no era bueno xq fuy quemando etapa es
decir salteandome cosas lindas o feas según como lo vea. Y conoci un
grupo de pibes mas grandes que yo y me empesaron a decir el Poyito y
en ese grupo que era muy grande conosi al que hoy por hoy es mi
hermano. Porque la mamá y el papa me adoptaron cuando yo tenia 15 o
16 años.
Unos
de los pibes del grupo tenia problemas con la gente mas grande de el
barrio. Y los grandes sabia que yo paraba con esos pibes y un dia yo
estaba andando en bici por el barrio y me frenan varios muchachos que
tenian armas y de un golpe me rompieron la cabesa y me amenasaron con
matarme y ellos querian que yo le dijera donde estaba el otro grupo
de pibes y yo no les dije donde estan.
En
un momento cuando vi la oportunidad porque paso un grupo grande de
gente porque salian del ipodromo sali corriendo y fuy abuscar a los
pibes y les conte lo q' me paso y fueron a buscarlos cuando yegaron
asta el lugar q' estos tipos se encontraban y los vieron empesaron a
disparar eramos como 30 pibes y salieron todos corriendo y a uno de
los pibes lo alcanso una bala y veo q' quedaba solo
me
buelvo entre los tiros y lo abrazo y lo saco del lugar de los
disparos lo dejo en un lugar seguro y vuelvo con un taxi y lo yevo al
hospital. Viene la poli y preguntó quien esta con el erido y dije yo
entonces me yevaron preso y despues de unos dias vino la familia a la
comisaria y me dijeron gracias por salvarle la vida a my hijo y
preguntaron que podemos hacer por vos y yo dije sacarme de aca y
aberiguaron en poco tiempo y isieron los tramites para adoptarme y me
adoptaron y empece a tener una familia gracias a gustavo el erido.
Como dice el dicho no hay mal q' x bien no venga.
Qué
siguió después de eso, me pregunto ahora. Seguro balbuceé alguna
diferencia entre los textos anteriores y este, por extensión u
hondura, entre esa inocencia que creíamos inmanente a toda infancia
y la dureza de una vida en particular que sirve para desgarrar
cualquier esperanza o lugar común. Mauro, cuyo texto había
provocado la risa, ahora volvió a tomar la palabra y lo primero que
dijo, casi como una disculpa, fue: “Yo no tendría que estar acá”
y contó que su padre “tenía una debilidad, un vicio que eran las
mujeres, hasta que se metió con la mina de un comisario. A mi papá
lo mataron y todos en el barrio saben quién fue. Mi papá tenía
trabajo, la camioneta era de él, estábamos bien y todo se vino
abajo. Después a mi mamá la amenazaron y le dijeron: 'Tenés hijos,
pensá en ellos'. ¿Y ella qué podía hacer? Tenía hijos, entonces
no hizo nada. Después, cuando todavía era menor, yo hacía
cualquier cosa y a mí, cuando caía, me decían: 'Ah, vos el hijo
del que mataron... andate, pibe'. Me perdonaban la vida, como quien
dice. Pero después... bueno, después, después ya no”.
Adrián
dijo que su texto podría tener una segunda parte, y que si así
fuera no podría parar: “Si me pongo a escribir, profe, no sé,
quizás lo termine matando otra vez”. Ahí, creo, hablamos de la
causa, no la del discurso judicial sino de la palabra causa.
Porque una cosa es ese acto preciso en tiempo, responsabilidad y
espacio que los llevó a ellos a estar en la cárcel (robo, estafa,
homicidio, drogas) y otra es la causa primera o anterior o más
profunda. Ese acto tiene (tiene que tener) también sus propias
causas, menos efectistas para los noticieros de tv, más silenciadas.
No
sé cómo ni por qué sentí la necesidad de preguntarle a Adrián
cuándo era su cumpleaños. “El 30 de marzo”, contestó. La
inminencia de la fecha y la proximidad con la del cumpleaños de mi
hijo me dejó atónita. Me pregunté si mencionar la coincidencia no
sería riesgoso, pero a esa altura ya estábamos tan pero tan
emocionados que hubiera sido más profesional, sí, pero menos humana
si no lo comentaba. “El martes es tu cumpleaños y el miércoles el
de mi hijo. ¿Qué te regalo, Adrián?” Si ni siquiera podía ser
algo que me sobrara de la fiesta infantil, porque él cumplía antes.
-Calmantes- susurró
casi.
-¿Y te siguen diciendo así, Poyito?
Nos
reímos un poco.
Tomé
aire.
-Sí, a veces- contestó.
Después
propuse que no fuera todo tan triste y alguien retomó el final del
texto de Adrián “No hay mal que por bien no venga” y hasta
contamos unos chistes. Malísimos pero efectivos.
-Por eso es
importante lo que hacen ustedes, los profesores, en la escuela. Que
vienen a estar con nosotros, que somos personas que nos equivocamos,
y vienen ustedes a enseñarnos...
- Sí, pero no te lo
creas tanto. No somos jueces, somos docentes. No somos buenos: es
nuestro trabajo.
No
sé por qué dije eso.
Porque
no quería que nos quisiera tanto, supongo. O porque yo tampoco
quería creérmelo.
Después,
cuando salimos con otra profe, un alumno que había recuperado
recientemente su libertad, se acercó, nos saludó y nos presentó a
su esposa. Hablamos apenas unos minutos en la vereda pero todos
dijimos cosas hermosas y estábamos exultantes casi como si afuera
uno realmente fuera libre de hacer lo que quiera. Dijo que había
salido sobreseído... estaba afuera y eso alcanzaba para crear una
caricia o creer en algo. Cuando nos retiramos, con Sandra coincidimos
en que quizás nuestro ahora ex alumno estuviera más flaco o
cansado...
¿Qué
más pasó ese día? En el colectivo me encontré con Carmen, una ex
alumna de hace ya más de 10 años, que en su momento había empezado
el Profesorado y después tenido hijos y después vuelta a estudiar.
Dos ex alumnos en un mismo día. La cabeza me estallaba. No podía
ser cierto lo que había contado Mauro: ni la historia de un padre
muerto por un policía, ni la impunidad, ni el desaliento de la
madre. No podía ser cierto. Era mentira. Qué estúpida. Solo yo
podía creerme semejante cuento. Tampoco lo de Adrián: no podía
haber quedado solo de chico, nadie se queda solo en la calle en
bicicleta en la vida a los 10 años ni anda de héroe salvando al
pobrerío agonizante. Si hasta era cursi, cómo creerle. Nadie que es
un asesino puede arriesgarse para salvar a otro ni recibir nombre,
familia, mirada de recompensa. Nadie en su sano juicio pudo haberlo
bautizado Poyito y menos con
mayúscula. Nadie que escribe isieron escribe hijo
o abrazo.
Fernanda,
una mamá de la Cooperadora que tuvo preso a un hombre de su familia,
siempre me dice que a los presos no hay que creerles porque te
embarullan con tantas mentiras. Siempre me lo dice, pero esa tarde me
dijo que a veces dicen la verdad.
Después
vino la huelga de hambre que no salió en casi ningún diario y ya no
tuvimos clases por unos cuantos días. Cuando terminó, Adrián
recibió sus regalos: un libro firmado por todos los profes y la
jirafa que compré en la calle Florida, uno de esos jueguetitos de
madera con elástico que se desmayan cuando se acciona un resorte en
la parte inferior y que, al soltarlo, vuelven a tomar la postura
erguida. La frase que acompañaba el objeto es la siguiente: “aunque
los vientos de la vida soplen fuertes, soy como el junco que se dobla
pero siempre sigue en pie”. Sí, ya sé: cuando el texto repite la
imagen o el objeto que acompaña, no aporta nada casi. Es más
poética la relación entre texto y objeto si las palabras completan
o complementan o hasta contradicen. Quizás la frase elegida era
demasiado obvia. Y repetitiva, redundante, reincidente, obstinada,
perdurable y persistente sin duda.