Educadores. Apuntes para pensar el oficio en contextos de encierro
¿Existe un “perfil” docente determinado en ECE? ¿Qué se espera de un educador que trabaja en una penitenciaría? ¿Qué características, propuestas o modalidad debe perseguir la tarea docente en estos contextos? ¿Hay formas, estilos o metodologías específicas que propician un mejoramiento educativo en estos lugares?
Estas son las preguntas sobre las cuales giran las siguientes líneas, no tanto como un problema a resolver sino más bien como una cuestión a problematizar. Es decir, antes que un muestrario de recetas, la intención es indagar sobre las prácticas y modalidades docentes a fin de generar nuevas preguntas que permitan desacralizar acciones de enseñanza fosilizadas, instituidas, y promover prácticas desestructurantes.
Pensar la educación como derecho implica reconocer al otro como un sujeto de derechos inalienables y sostener una concepción de educación que abarca tanto a los alumnos como a los mismos docentes. Un “buen” docente no será quien (como sostiene el pensamiento más tradicional) transmita correctamente lo que sabe, sino aquel que crea las condiciones propicias para que el conocimiento se construya colectivamente.
Desde esta visión, el saber no está en posesión de uno solo (el maestro sabelotodo); por el contrario, el rol del educador es el de poner en cuestión el conocimiento, de modo tal que él mismo también aparece cuestionado (el docente pregunta sobre el mundo y, al mismo tiempo, se pregunta sobre sus representaciones, sus saberes, sus propias ideas naturalizadas).
Si entendemos prioritario aceptar ese desafío, la escuela debe necesariamente proponer prácticas que redunden en la construcción colectiva del conocimiento, la circulación democrática de la palabra, la revinculación de los alumnos con el sistema educativo (del cual fueron, cada uno a su tiempo, excluidos) e incluso la instauración de nuevas subjetividades: “la educación es el intento de activar un lugar, una falla, un pliegue donde la posibilidad de subjetivación sea todavía ilegible” (Badiou, citado por Duschatzky – Correa). Aceptar este desafío significa destinar tiempos y espacios institucionales que garanticen la concreción de estos actos. Y esto supone combatir a través de prácticas concretas los discursos pesimistas y desalentadores que cotidianamente aparecen en las salas de maestros: “la resistencia es la expresión del desacople entre las representaciones viejas y las situaciones actuales que no se dejan nombrar por esas representaciones. La resistencia es un obstáculo porque impide que una subjetividad se altere para poder enunciarse en las nuevas condiciones” (Duschatzky – Correa).
Algunos aspectos a tener en cuenta al momento de proponer prácticas docentes en ECE
Acerca de la modalidad utilizada por el docente:
Resulta interesante diferenciar la clase tradicional del taller. Simplificando un tanto los conceptos, podemos decir que la clase está pensada como algo ya hecho, elaborado por el docente (que es el portador del saber), en donde el conocimiento que se pone en juego está cerrado y fue fijado de antemano; la concepción del alumno es coherente con las diversas definiciones etimológicas de la palabra: “alimentado” (el que recibe pasivamente el alimento de quien se lo provee) o “sin luz” (oscuro, opaco, incapaz de generar por sí mismo claridad). La forma más recurrente que adopta la clase tradicional es la de la exposición, en la que la única respuesta que cuadra es la de la escucha atenta de los oyentes, por lo cual participación y movimiento de los alumnos están reducidos al mínimo.
Por el contrario, un taller se presenta como un espacio de y en construcción permanente. Esto no significa que no haya tema o planificación de actividades sino que hay un reajuste continuo a partir de la participación de los presentes. El educador cumple un rol de coordinador de las acciones prescriptas y de valedor de los saberes de los alumnos. “La nueva autoridad cultural se construye en tanto los docentes se posicionan como valedores de los saberes, herencias y aprendizajes que se ponen en circulación en el aula chica o en el aula ampliada de la institución” (Gagliano). A través de preguntas, lecturas o debates se promueve la comunicación, la reflexión y el intercambio. Es en ese intersticio entre lo que sé y lo que saben los demás, entre los saberes previos y los nuevos, en donde se construye el conocimiento. Para pensar, planificar y coordinar un taller el docente debe portar una actitud que, por un lado, aleje las distancias tradicionales entre profesor-alumno y, por el otro, le permita estar receptivo a las palabras y pensamientos de sus alumnos.
No hay verdadero aprendizaje si no es significativo. Aunque esta máxima vale para cualquier tipo de institución educativa, cobra especial importancia en las escuelas en contextos de encierro. Tengamos en cuenta que el trabajo se lleva a cabo con alumnos que fueron desplazados del sistema y que, por lo tanto, cuentan con un fracaso con el cual se hace imprescindible trabajar. Uno de los “contenidos” a abordar será, entonces, el de aprender a aprender, interrogarse acerca del sentido de la educación, resignificar discursos y prácticas escolares, no para perpetuar moralinas del tipo “voy a la escuela para ser alguien en la vida” sino para ponerlas en cuestión, desacralizarlas, jugar con ellas y, en definitiva, transformarlas.
¿Puede un grupo educativo que busca la participación y propiciar la imaginación trabajar en un clima de frustración y desconfianza? Definitivamente no: “el enemigo de la educación es la idea de lo definitivo, de la determinación, de la impotencia, de la irreversibilidad” (Duschatzky – Correa). Si reconocemos al otro como sujeto, con su historia y su cultura, en toda su capacidad de análisis, debemos favorecer un ambiente de trabajo basado en la confianza, la reflexión crítica y la alegría. “El modelo de autoridad ya no sirve para pensar qué tipo de sostén requieren los vínculos de aprendizaje en la fluidez. Algunos sugieren pensar la nueva autoridad bajo el régimen de la confianza (…). La autoridad se instituye y se transfiere, la confianza no (…) la confianza se genera en el sostén que ofrecen los proyectos, en la consistencia de propuestas”. (Corea – Lewkowicz)
La tarea de los educadores no se agota en el “trabajo de aula” sino que abarca, también, una revisión permanente de su propia práctica y una mirada crítica a la institución que lo alberga. En este sentido, es indispensable pensar en nuevas formas de enseñar que impliquen un verdadero trabajo en equipo, en el que las reflexiones se desarrollen de manera interdisciplinaria. La implementación, por ejemplo, de parejas pedagógicas permite a los docentes una mirada más amplia de todos los momentos del proceso de enseñanza aprendizaje: planificación en conjunto, puesta marcha del acto educativo con un otro que observa y acompaña el proceso, y evaluación posterior tendiente a reajustar aquello que deba ser modificado.
Pensar una nueva forma de dar clases y de posicionarnos como docentes en las escuelas en contextos de encierro supone interrogarnos también sobre las viejas prácticas evaluativas que la institución escolar ha venido sosteniendo como forma de control de los conocimientos adquiridos: el examen escrito, el interrogatorio oral, la nota, el promedio. Aunque esto implica un debate que nos excede, podríamos en principio tener como parámetro no solo la evaluación continua y personalizada del proceso sino también la posibilidad de la autoevaluación o la evaluación de los pares, a quienes se los reconoce en tanto otros que también construyen subjetividad. “La educación que incorpora el cambio y la novedad se instituye en la interdependencia que el trabajo docente hace devenir inter-independencias enriquecedoras del conjunto y de cada sujeto (…) la escuela tiene el compromiso de desbaratar la semejanza, la igualdad entendida como homogeneidad. Todo contrato pedagógico rigurosa se asienta en considerar a mi semejante como un diverso”. (Gagliano)